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La conserva de los recuerdos

Reportaje de enero de 2020

Guisantes, arroz, tomate frito en cristal, en lata o en cartón, bollos rellenos de chocolate, estropajos, fregonas, desodorantes, judías, fabada, maíz, mayonesa, leche, bebidas energéticas, zumos de todos los sabores. Decenas de estanterías llenas de productos envuelven el interior de la tienda. Si quieres coger un refresco de la nevera de Coca-Cola, tu culo choca con el mostrador. Y si quieres una litrona de la de Pepsi, cuidado con tocar la vitrina expositora de los embutidos con tu espalda. Recuerda que al retirar los dulces de la encimera hay que ser muy cuidadoso, porque están colocados todos los paquetes como un dominó, por aquello de aprovechar el espacio.

Aún no se han despertado los gallos y asoma desde la trastienda un hombre de los que agacha la cabeza cuando pasa por algunas puertas. El paso de los años no le hace demasiado efecto, pero él asegura tener 75. Será que de trabajar entre tanta conserva se ha acabado convirtiendo en una de ellas. Se quita su gorra gris que en tantos inviernos le ha arropado. Después la bufanda a juego y la pone sobre una silla invisible a los ojos de la clientela.

El chino, cerrado. El Mercadona, cerrado. El bar, cerrado. La única luz viene de una de las galerías de la Plaza de Carranque. Desde lejos puede leerse un cartel. Comestibles Pepe.

-Buenos días, Pepe, ¿Qué haceh?

-Nada, aquí que acabo de llegar. ¿Tú cómo estás?

Pos otra mañana más. Anda, ponme lo de siempre.

Es Francisco José Reina, que acaba de entrar con el casco de la moto medio puesto en busca del mismo desayuno que lleva tomándose desde hace nueve años: un bocata de jamón serrano con aceite y un Sunny. Pepe lo envuelve todo en una bolsa de plástico, mientras se escuchan sonidos desde el interior del local. Aparece un hombre más joven con la cabeza desabrigada y con cierto parecido. “¿Y tú de dónde has salido, Jose?”, pregunta Francisco. “Estaba haciendo el desayuno”. Él es Jose, el hijo de Pepe. Posa las dos tazas del café sobre la encimera. No cogen ninguna silla. Sí, desayunan de pie, porque sentados “hace mucho que dejó de tener gracia”.

Después de charlar un par de minutos Navarro Hermanos llama a Francisco y este saca las llaves de su chaquetón mientras termina de pagarle a Jose. Pepe le gira el dedo haciendo como el gesto de “siguiente”. “¡Qué mala leche tieneh! Deja de recordarme ya que tengo que trabajar mañana sábado”. El volumen va descendiendo conforme se aleja y se baja el casco. Pepe empieza a reírse, abriendo ligeramente la boca. Suelta un suspiro. Quién le iba a decir hace más de 45 años que esto iba a darle tanta vida. Antes no le gustaba la idea de trabajar de cara al público. Era tímido. Y cada vez que su prima Carmen le decía de trabajar en el ultramarinos, él no se veía detrás de ese mostrador. Ahora, no se plantea ni la jubi-¿qué?

Mariiii, ¿Adónde estah?” Un hombre con una dentadura que se aleja de los anuncios de Colgate entra con ciertas dificultades al andar. “Correa, mi madre no ha llegado aún”, le dice Jose. El Correa sería como el repartidor de Glovo de Comestibles Pepe, pero desde hace cosa de 20 años. Aunque él se hace llamar el “corredor de bolsa”, porque se tira todo el día recorriéndose el barrio con los mandaos. La Mari a la que busca es María del Carmen, la mujer de Pepe y madre de Jose que últimamente se incorpora algunos clientes más tarde. Porque al final son muchas horas de pie y atendiendo desde el mostrador (o desde donde haga falta), aunque es cinco años más joven que Pepe. Pero, cuando va por la calle no se plantea girarse si dicen ese nombre. Ella, realmente, es Marisila. ¿Por qué? Porque un cura se empecinó en no llamarla Sila, como su madrina. Y menos mal, porque al igual que su nombre tiene mucha historia, ella apoyada en un ladito del mostrador siempre tiene una que contar a todo aquel que entra.

-¿Qué pasa Juani? — se escucha una voz pausada desde la calle.

-Por ti venía yo preguntando — el hombre se gira y se dirige a una mujer de pelo blanco y algo despeinada por el viento, con una sombra de ojos verde.

Marisila es la única que le llama Juani al Correa. Siempre tiene esa capacidad de ser tan cercana con todo el mundo. Se quita el abrigo y lo coloca encima de un pack de refrescos. Se pone la bata de faena y sigue conversando con él.

La tienda empieza a llenarse de seres pequeños que no alcanzan a ver por encima del mostrador acompañados de sus adultos responsables. Es normal. Es la hora de entrar al cole y algunos de estos “responsables” llevan más legañas que sus hijos. Tantas que el desayuno ha pasado a ser cosa de “lo compramos en Pepe de camino al cole, ¿vale?”.

Sheresade, una niña de ocho años que trae una mochila con un carrito rosa, le pide a Jose que le ponga “lo de siempre”: un pitufito de pavo-queso. “Lo de siempre” pasa a ser relativo si se tiene en cuenta su corta existencia. No es la única, como ella, otros muchos niños llevan toda su corta vida viniendo, al igual que sus padres venían con sus abuelos. Al final acaban formando parte de su rutina. Y de la vida de Pepe, Jose y Marisila.

 “Vamos Dani, por favor, si acabas de ir en casa”. Una voz de mujer irrumpe en el ambiente del ultramarinos. Es la Isabeh, una mujer que tira de tres niños: Lidia, Dani y Miguel. Lidia se rasca el ojo en busca de su sueño, mientras Miguel ya lo ha encontrado sentado en las garrafas de agua que hay debajo del escaparate que da a la calle. El que queda, Dani, pasa a la trastienda sin ni siquiera preguntar. Atraviesa la pequeña cocina improvisada con una hornilla y un fregadero, la “cama” donde suele descansar Pepe y llega al baño, al que entra y cierra de un portazo. “Es que todos los días igual”. Marisila sonríe y le recuerda a la madre algo desquiciada: “tu madre me dijo que cuando le tocase la lotería me compraría el váter, porque de tanto usarlo tu hijo ya es casi más vuestro”. Resulta que Dani tiene esta necesidad de manera rutinaria y Comestibles Pepe es su desagüe de confianza.

Eso sí, eso de entrar y salir a su gusto no es algo raro. Alejandro, el niño de la mochila de Buzz Lightyear es otro. Todas las mañanas cuando pasa por la tienda, entra en busca de Marisila, Pepe y Jose. Extiende sus manos enfundadas en unos guantes azules con la terminación de los dedos de colorinesy corea con cada uno: ¡SOMOS UN EQUIPO!”.

Son los mismos niños los que cuando sean mayores quieren venir a comprar a Pepe. Por lo visto el ultramarinos es mucho más divertido que ir al gran Mercadona que tienen montado un par de calles más pallá. Una mujer tropieza en la puerta con Alejandro. Ella es Begoña Castillo, tiene la quinta de Eva, una de las hijas de Marisila y Pepe que decidió no seguir con ellos y ahora trabaja en el Hospital San Juan de Dios. Begoña cruza desde la frutería hasta los embutidos y coge una bolsa de magdalenas de la Bella Easo. Y en cuanto la agita un poco señalando a Jose que se la anote en su cuenta, un recuerdo de cuando era niña viene en forma de sonrisa. Hace cosa de 30 años o así. No lo sabe muy bien. Además: “¿Qué importan las fechas cuando los recuerdos siguen vivos?”. Radio Popular de la mano de Domingo Mérida organizó un concurso con la Bella Easo. La maruja, que sigue viva, algo raro entre la clientela, tuvo la oportunidad de llevarse el máximo de artículos en un minuto. Una musiquilla desde su bolsillo la saca del trance. Tiene que entrar a trabajar. “Es que siempre que vengo es como que me traslado”.

Las campanas de la Iglesia de Carranque empiezan a sonar. No pillan de improvisto, pero sí de sorpresa. Marisila, Jose y Pepe se miran en silencio. Saben lo que se avecina. Son las 11. Se escuchan unos ruidos indescifrables acercándose cada vez a más velocidad. Vienen ya. Están preparados. Suena el sensor de una de las puertas. Comienza la batalla. Un ejército de adolescentes invade el local desde todos los flancos. Es la formación recreo. Jose se atrinchera junto a la cortadora. Marisila y su marido se alinean tras la fruta para cubrir el frente izquierdo. “Yo quiero uno de queso y aceite”, “Po yo quiero una palmerilla”, “Joseee ¿esto cuánto eh?”. El bombardeo de preguntas no desestabiliza a Jose, que con cuchillo en mano procede a los cortati. Saben por experiencia que los tamaños no importan, el bocadillo se corta al gusto, y hasta las palmeras de bollería industrial sufren ese despiece.

Marisila se apodera del control del sistema de canastas y el embolsado rápido. Que quieres uno de pavo-queso, Marisila ya lo tiene preparado en la canasta que está encima de los tarros de caramelos del mostrador principal. Que quieres otro jamón-tomate, lo tiene preparado en la canasta que está tras una de las neveras expositoras. Pero ¿y si quieres añadirle un poco de aceite? Marisila se arma con una aceitera tocaya en años con ella y vierte un poco de aceite por el borde del bocadillo.

Pepe avanza desde la frutería hacia donde está Jose y señala por encima del mostrador con el dedo a la chica que pedía el favorito de todos, el complet (un bocata de pavo, queso, tomate y mayonesa). Un bocata por el que muchos se han enganchado a este comercio. Pepe le contrataca: “¿Culito o no culito?”. La niña duda y dice: “Culito”. Así que Jose le señala uno de los bocatas con pico ya embolsados, posando el cuchillo sobre su plástico. “Ahí lo tienes”. Aunque hay algo a lo que les ganan. La caja rápida. Todos los niños y niñas de padres del barrio usan la misma táctica. La de: “Apúntalo, te lo paga mi padre después”. Ante eso, Pepe lo único que puede hacer es tenderle el bocadillo en mano. Sonrisa en la cara. Batalla ganada.

“Jose ¿el mío lo tieneh? Te lo he mandao por er wassah”. Una voz desde el fondo pregunta extrañada ante tanta modernidad: “¿Que tiene wassáh?”. Pero esta no es la única adquisición de última generación. Marisila aprovecha para promocionar su sistema de datáfono alzando con la mano el “cachivache nuevecito”.

Después de tres botes de mayonesa, dos naranjas, decenas de refrescos e innumerables bocadillos, silencio. Solo se escuchan los ventiladores de las neveras llorando tras ser saqueadas. Un reguero de migas por todos esos bocatas caídos en combate. No ha sobrado ninguno, aunque más de una vez han sido cena. Ahora toca reparar todos los destrozos. Marisila, calmada, decide ocuparse de las bolsitas de los bocadillos que con destreza separa. Frota la punta de su dedo índice y el pulgar de la mano derecha contra un trapo mojado que tiene en la encimera. Una vez húmedos abre las bolsitas. Las mete en una bolsa que en su momento contenía biscotes, y vuelta a empezar.

En ese momento entra a la velocidad de un 4L un señor algo encorvado y echado hacia adelante, que no pa’lante, que también. Nadie sabe cómo ve, porque siempre lleva los ojos entrecerrados. Trae atado al cuello un pañuelo marrón en conjunto con el chaquetón con más años que Matusalén. “MANOLO, ¿CÓMO ESTÁS?”, le grita Marisila que sabe bien que los audífonos de Manolo funcionan peor que su dentadura. Manolo tiene 95 años. Siempre tiene buenas palabras y le encanta pasar un rato con ellos. Ni mucho menos es el cliente más mayor. Ese premio se lo lleva Pepita Vaca (con “v” o con “b”, lo que quieras porque cada hermano lo tiene en su cartilla de nacimiento de forma diferente, “dependiendo del nivel educativo de la enfermera”). Ella tiene 101 años y ha dejado de venir porque vive en un tercero y su movilidad ya no se lo permite. Eso sí, manda a su hijo a Pepe a comprarlo todo. Todo. Y cuidado porque sabe detectar si un producto no es del ultramarinos. Lo único que lleva “nah mah que regulah” es que cambien el diseño a los productos.

Un niño de unos 12 años adelanta por la derecha a Manolo. Lleva una mochila roja y negra de un tamaño cuestionable, porque parece que no es demasiado proporcional al cuerpo que la porta.

– Mi madre quiere una mermelada de Helios — dice con la voz entrecortada. No quiere intercambiar más palabras, por si se le olvida su cometido allí.

– ¿De fresa o de melocotón? — le pregunta Marisila que sonríe y sabe cuál es la respuesta antes de que lo diga el niño.

– De fresa. De fresa. — Extiende la mano hacia Marisila, mientras esta le tiende el tarro de estilo rústico. — Gracias, mi madre lo paga después.

El niño sale con la misma rapidez que olvida todos los pasos que su madre le había pedido seguir para hacer el recado. Jose deja la cortadora de embutidos y se gira hacia la estantería blanca que tiene detrás. En el filo del estante y enganchados al borde metálico, se pueden ver 20 papeles. Son trozos de hojas de una libreta de cuadros y de tiques del peso de las verduras. Se intuye por el color cuáles son los más nuevos y cuáles seguirán hasta que pierdan el color por completo. “Alpargata”, “Karateka Limasa” o “Carmen Batazul” son algunos de los innumerables motes que se pueden llegar a leer. Jose ladea un poco la cabeza y sigue el recorrido que trazan los papeles de la primera balda de izquierda a derecha. “Aquí está”. Coge un bolígrafo de su mandil. “1.75 del biznieto de Antonio el Carpintero”. Y devuelve el papel a la estantería de los fiaos. Estantería de madera que cuatro generaciones antes colgaba su bisabuelo “por hacer el favor”.

De buenas a primeras, se rompe el silencio y se escucha un pitido intermitente. Es el sensor de la puerta. Pero no se ve a nadie entrando. De pronto, la puerta se cierra y aparece el compositor de ese ritmo tan placentero. Saúl. Un niño de dos años con piel de pasar más tiempo en el recreo que en clase y con una sonrisa de esas de las que sospechar. “Quero un huevo kinki”. Dice mientras se cuela delante del cliente que acaba de entrar por la otra puerta, El Rafita, que de su diminutivo tiene poco. Hace mucho que dejó de ser como Saúl. Ahora tiene una densa barba negra y mide 15 veces más que él. Aun así, el pequeño se cuelga del mostrador e intenta alzar la cabeza. Jose se ríe mientras se agacha para darle el “huevo kinki”. Y en cuanto sus dedos rozan el papel metálico del envoltorio sale corriendo. Esta vez, por la puerta que no tiene sensor. Jose se reclina y le dice a Rafita: “Siento decirte que tu récord de comer huevos kínder se lo ha llevado Saúl”. Este esboza una sonrisa de esas que solo salen cuando revisas las páginas de un antiguo álbum de fotos.

Desde fuera se escucha a un grupito de cabezas rubias y ojos claros que dudan en entrar. Pronuncian algo diferente. Cuando deciden animarse a pasar, Marisila se aventura y los recibe con un “hallo”. El grupo de jóvenes estudiantes son alemanes y se hospedan en el albergue de enfrente. Al escucharla, se miran extrañados. “A ella le gusta más hablar alemán, aunque yo lo estudié más”, dice Pepe algo picado. Mucho antes, cuando Comestibles Pepe no era ni un boceto, él y Marisila fueron de esos de los que se buscaron la vida en Alemania y trabajaron en una fábrica de coches junto con otros muchos españoles que estaban en su misma situación. Fue nada más llegar a España, de vuelta, cuando Pepe se vio en la necesidad de trabajar. Y por evitar la tienda, se metió en una pescadería de un familiar. Parece ser que los peces no lo llevaron al mar, pero sí a algo parecido. Al menos en el nombre. Llegó la idea del ultramarinos y se embarcó en este navío. El 1 de octubre de 1975 izaron las velas. Velas que aún no se han recogido.

Muchas cosas han cambiado desde ese momento. Ahora la doble comunidad que pagan por los dos locales que decidieron correr en el 84 pesa un poco. Es algo que no piensan demasiado. Pepe sabe que, sin este trabajo, Marisila y él no tendrían un pasatiempos mejor. Y lo que para muchos es un sacrificio, para ellos es una alegría.

Todo se sigue haciendo con el mismo ímpetu. Desde atender al cliente de última hora hasta hacer el inventario. Marisila se para a revisar el precio de un paquete de dulces y se lo pega a dos centímetros de la cara. Es bastante complicado llevar las ventas porque las cuentas diarias se hacen a ojo y las sumas con calculadora de mano.

“Jose, ¿queda algo arriba en el altillo?”. Jose que tantas veces ha subido cuando era niño, nunca recuerda que ha crecido y que no sube con la misma facilidad por las estrechas escaleras. Echa una visual. El altillo en realidad es como un doble techo al que solo puedes entrar doblado como un libro. Pero a su hermana Inma no le costaba tanto cuando era una niña. Ella convirtió esa zona en su piso de independiente, donde se pasaba el día jugando y estudiando. Esos caminos la llevaron a alejarse un poco. Pero solo geográficamente, porque, ahora, trabaja en la farmacia del Muelle Uno.

Cuando está bajando con la misma complejidad con la que subía hace escasos segundos, Jose ve a su padre agachado para coger una leche Vive Soy. La mira con cariño y la echa en una bolsa con cosas que se llevarán a casa. Como otros muchos productos de la tienda, esa leche era petición exclusiva de una clienta, Paquita, que no podrá venir más a recoger su leche. Esto es algo del día a día.

– Papá, ya sabes que este comercio funciona por ley de vida.

– Sí, pero te acuerdas al ver cada producto.

La historia de Comestibles Pepe se escribe a través de sus clientes, que día a día con sus compras o con sus recuerdos siguen dando vida a este pequeño comercio que para muchos tiene los días contaos.

Esta tienda guarda más historias que productos. Al igual que las latas de conserva mantienen en buen estado los alimentos, lo que a ellos les mantiene en buen estado son estos recuerdos.

Comestibles Pepe, la conserva de los recuerdos.

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