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Los ojos que escribían a máquina

Mete papel. Regula el rodillo. Aproxima los dedos a las teclas. Queda poco tiempo. Hay que pulsarlas como si caminases por un campo de minas. Con decisión. Con cuidado. La máquina está entrenada en el arte del acierto. Si no, vuelta a empezar. Dos líneas de negro sobre blanco. El ritmo lo marca el sonido de las palancas que acercan las letras a su obra final. Se interrumpe. Hay un silencio. Un sonido mecánico trabado. Algunas letras dejan de funcionar.

A la redacción aún no ha llegado el fax. El periódico tiene que salir. El artículo no entra. Se sabe. Nunca más se volverá a leer el periódico desde la contra. ¿Por qué? Los ojos que escribían a máquina dejaron de funcionar.

“Él ya lo dejó todo escrito, y, además, muy bien escrito”. El director de Diario Sur, Manuel Castillo, lleva razón. Aquellos ojos, cuya mirada ahora se cuenta en pasado, habían escrito durante 365 días sin repetirse. Con rigurosidad. Con el arte de un poeta que habla de lo que siente y siente de lo que habla. Hasta tal punto, que trascendía. No era solo una opinión. Había libros. Muchos libros. Y poemas. Muchos poemas.

Él era boquerón. Y sabía coger las corrientes de lo relativo. “Un artículo es una mirada, no es una valoración absoluta, un todo que cuestiona el mundo” Antonio Soler, escritor y columnista, con las manos apretadas se aproxima al micrófono. Parece tembloroso en el habla, aunque sabe qué quiere transmitir. Es difícil hablar de esa mirada ahora apagada, que vigila en silencio desde algún lugar. Una mirada que donde ponía el ojo, ponía la palabra. Y que el negro de sus opiniones se teñía de vez en cuando de gris, porque en su máquina sí que existían las medias tintas.

Le gustaba beber y fumar. Por eso era escritor. “Ser escritor es como ser tabernero en una ciudad donde todos son abstemios”. Cesar Coca, director de El Correo, no suelta el papel que tiene entre las manos. ¿Es un guion? El maestro no escribía a guion. Pero para hablar de él hacía falta. Él fue capaz de colarse en los hogares de una tierra que no era suya. Bilbao. Donde montó esa taberna y consiguió invitar a varias rondas.

El poeta. El maestro. El malagueño que reinó en Bilbao. El periodista al que todo el mundo quería conocer y meter en sus vidas. El que escribía por adjetivos. Las tres voces que ahora se despiden entre aplausos habían tratado de ponerle nombre. No hace falta.

Manuel Alcántara, los ojos que escribían a máquina.

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